Sensualízate: Una nueva ilusión... 3ª parte



SENSUALÍZATE: UNA NUEVA ILUSIÓN 3ª PARTE

…–Ay querida, le he pedido a Ambrosio que sirviera otra ronda de aperitivos. Por Dios, cada vez que lo miro con tan poco trapo cubriendo su cuerpo me enciendo como una cerilla. No te puedes imaginar el esfuerzo que estoy haciendo para evitar arrastrarlo hasta mi dormitorio. Lucía. Eh, Lucía. ¿Me vas a hacer caso de una vez? –me zarandeó un poco el brazo para llamar mi atención–, ¡¿qué te pasa?! ¿Qué estás mirando?
No fue hasta el momento en que Carmen me hizo aquella pregunta en que me percaté, por un lado, del dolor que yo misma me estaba provocando al morderme el labio; y por otro, de que el joven al que me estaba comiendo con la vista ya no se encontraba allí y que en su lugar había un hombre bastante mayor, vestido con un mono de trabajo de color marrón, portando entre sus manos un sombrero de paja bastante roído. Su cuerpo mostraba el paso de los años, se intuía sobre todo por la curvatura de la espalda, la cual hacía que el anciano se inclinara hacia delante simulando una postura sumisa. Allí estaba, esperando algo o a alguien mientras giraba el sombrero entre sus manos repasando con ellas todo su filo.
–Querida… –murmuró perpleja de forma alarmada. Al mismo tiempo acercó su silla a mí para buscar un poco más de intimidad en tanto hablaba entre cuchicheos fingiendo una sonrisa relajada de cara al público. Desde luego quien observara su rictus no imaginaría lo que realmente estábamos hablando, al contrario, seguro que pensaría que hablaríamos de cosas insustanciales– ¡Esto es lo que me quedaba por ver! ¡¿No me digas que ahora te van los viejos?! 
–¡¿Pero tú estás chalada?! –Sonreí, imitando casi a la perfección a la anfitriona cuando se acercó una chica para dejar sobre la mesa lo que venía siendo una vagina enlatada– ¿De qué me hablas?
–Cielo, conmigo no hace falta que disimules –continuó hablando mientras me pasaba poco a poco los artículos que había sobre la mesa para que yo los guardara en la maleta–. Es imposible ignorar cómo mirabas a mi jardinero con ojitos lividinosos.
–¡¿Yo?! –Exclamé más alto de lo adecuado, tanto así que llamé la atención de las tres filas de delante, por lo que tuve que sonreír de nuevo de forma natural. Al final me iba a convertir en una experta en mostrar una cosa y pensar o hacer otra– ¡Quita, quita! –Retomé la conversación entre susurros– ¡Tú no estás bien de la cabeza!
–Que no ¿no? Mira, guapita –paró lo que estaba haciendo de golpe e hizo que la mirara–, puedes negar muchas cosas, pero no lo que veo con mis propios ojos. A mí me es, totalmente, indiferente si te gusta un hombre entrado en años, ese es tu problema. Pero, cariño, que a ese de un chochazo te lo cargas –me advirtió.
No pude parar la explosión de carcajadas que se acumularon al instante en mi boca. Imposible. Carmen era imposible, una montaña rusa de emociones y de caras diferentes. Lo mismo se presentaba como la más glamurosa del evento que de repente se convertía en la más choni del lugar. Eso sí, siempre bajo un porte sosegado y contenido, aun cuando clamaba al infierno. 
–La verdad es que no pretendo meterle un chochazo a nadie –“excepto al tío bueno que me ha puesto el estómago en pie”, pensé para mí, recriminándome al instante el desliz.
–Sí, sí –volvió a pasarme los artículos–. Si quieres hacemos como que lo que he visto no ha ocurrido, pero acepta un consejo: háztelo mirar, cielo, porque lo tuyo raya la demencia.
–¿La demencia? –Pregunté mientras metía las cosas a destajo e intentaba recordar cómo estaba colocado todo en un sitio tan minúsculo antes de sacarlo.
–Sí, la falta de sexo te está volviendo loca. Si no de qué ibas a estar haciéndole ojitos a mi anciano jardinero.
–Te repito que yo no estaba echándole los tejos a tu jardinero. Y, a todo esto –la miré entrecerrando los párpados-, deberías de renovar a tus empleados, a ese hombre te lo encuentras un día tieso entre las azaleas.
–No, cariño. Marcelino era el hombre de mantenimiento de mis padres –con un movimiento de sus manos me animó a seguir con lo mío–. Lleva toda la vida con la familia. Cuando a mis padres se les fue la cabeza y decidieron ir a pasar su vejez viviendo en un barco, lo animaron a que se jubilara, a parte le proporcionaron un salario de por vida, pero el pobre viejo decía que no sabía qué hacer ni con tanto dinero ni con tanto tiempo libre, que él no pintaba nada en una casa solo, por lo que le propuse venir a vivir aquí. De ese modo, adecuamos unas habitaciones que teníamos encima del garaje y lo convertimos en un pequeño apartamento, todo ello con la condición de que no haría grandes esfuerzos y que su labor sería la de una especie de encargado del joven jardinero que me cuida mi jardín, en todos los sentidos, jajajajajaja –rió con malicia por la doble intención de su comentario–. En fin, que lo que hace durante todo el día es dar paseos recortando ramitas aquí y allá con sus pequeñas tijeras.
–Vaya, pues me has dejado muda. Es muy bonita la labor que hacéis por él. Tiene pinta de buena persona.
–Lo es. La verdad es que le tengo mucho aprecio. Para mí no es un empleado más. Para mí es familia. Pero, no me cambies de tema que eres muy astuta. Deja a Marcelino tranquilo –me advirtió severa.
–Te repito que ni por asomo pretendo nada con ese abuelito. Sólo me había quedado un poco en Babia, nada más.
–Como quieras, querida. Me haré la sueca ¿vale?
–Vale. Y ahora calla que voy a comenzar con el turno de pedidos. Deséame suerte.
Para mi sorpresa el número de encargos fue mayor de lo que había soñado. Jamás habría pensado que el mercado de productos sexuales estaría tan en alza. En la calculadora los euros nada más que hacían aumentar y aumentar, ahí fue cuando realmente me di cuenta de cuánto me necesitaban aquellas mujeres, pues mientras me hacían sus encargos en la privacidad de una salita que Carmen había habilitado para ello, y así las chicas pudieran entrar de una en una y realizar sus compras sin ningún tipo de presión por parte de las demás, me contaban ciertos aspectos de sus vidas íntimas. Unas, compraban alguna cosilla para dar una nueva perspectiva a la intimidad de su dormitorio; algunas, buscaban un desahogo con el que poder suplir la apatía o ausencia de sus maridos; y otras, veían en aquellos productos unos juguetes imprescindibles para avivar una sexualidad que se encontraba llevada por la inercia y en la que se repetían las mismas cosas una y otra vez. De ese modo, esposas, genitales de goma, vibradores, dilatadores, lubricantes, aceites para masajes etc., iban completando las hojas de pedidos con tal vertiginosidad que temí con quedarme sin ninguna. La realidad es que tuve que fingir que no me impresionaban  algunas de sus compras e historias; a ver, cierto era que a mi edad pocas cosas me podían ya sorprender, ya que yo también había vivido mis escarceos, como por ejemplo en club nocturnos exclusivos… Sí, yo, Lucía, la que unas horas atrás no era capaz de hacer una presentación de tuppersex, pero eso era parte de un pasado ya remoto que no debía volver. En fin, a pesar de mi experiencia de vida, la realidad era que algunas historias y encargos me sorprendían, sobre todo por el aspecto de señoras estiradas o de ángeles celestiales que visitaban la salita.
Después de casi una hora y media de sumas, restas, direcciones y tarjetas de crédito, por fin pude empezar a recoger. Traté de dejar todo lo más ordenado posible para que nada se me escapara y dar buena sensación a mis jefes cuando les enviara los formularios, incluso me tomé la licencia de proponer nuevas integraciones, como diapositivas con contenido sexual explicativo de algunos productos que a mi parecer lo necesitaban, en las que su contenido visual no fuera pornográfico si no algo inofensivo usando como herramienta principal el humor. Esperaba que, al menos, consideraran mi visión. 
Estando enfrascada en mis asuntos laborales, un perfume de hombre muy apetitoso invadió la estancia, al instante supuse que se trataba del camarero que había contratado la dueña de la casa.
–Ambrosio –rogué sin levantar la vista de los papeles que intentaba meter, en vano, en el bolsillo interior de mi maleta–, ¡joder, esto es imposible! –Exclamé ante mi torpeza–¿Puedes decir a Carmen que ya he terminado y que necesito su ayuda?
Continué buscando un lugar para guardar los impresos.
–Yo puedo echarte una mano.
–Por favor –supliqué sin apartar mis ojos de la maleta, completamente inmersa en la imposibilidad de guardarlo todo sin estropearlo–, si crees que puedes desentrañar este puzzle… –saqué un par de objetos– te lo agradeceré por la eternidad –los volví a meter y sacar dando por imposible mi cometido–. Haré lo que me pidas –prometí desesperada  apartando más y más objetos mientras algunas gotas de sudor comenzaban a perlar mi frente.
Dos pasos más tarde ya estaba a mi lado. Su perfume se hizo más palpable, aún así no era de esos aromas dulzones e intensos que te marean y dan ganas de vomitar. Su olor era muy agradable, cosa que zarandeó algo en desuso dentro de mí. Aquello se estaba convirtiendo en una situación extraña, pues esas sensaciones aumentaban con el paso de las milésimas de segundos y no encontraba explicación a por qué en ese momento, puesto que todo ocurría a pesar de haber ignorado durante todo el día que el camarero se había paseado, completamente, desnudo frente a mí en tanto que yo daba publicidad a pichas de goma y demás, y en aquel momento lo tenía al lado, completamente, vestido. Al menos la parte que me permitía mirar de reojo, ya que me obligué a mantener los ojos fijos en la maleta para que mi dulce incomodidad quedara en el anonimato.  
–Vamos a ver. ¿Qué tenemos por aquí?
Decidido me quitó los papeles de las manos y los dejó a un lado de la mesa. Luego, arrastró la maleta hasta dejarla frente a sí, momento en el que por instinto alcé la mirada  hacia su rostro. ¡Oh Dios Todopoderoso! En mi rostro se aposentó un signo de interrogación imperativo, uno que evidenciaba una sorpresa descomunal, puesto que el camarero no era tal. Ambrosio no era Ambrosio. Es decir, que yo creía que sí, pero no. No. ¡No!… El hombre que metía y sacaba objetos sexuales e intentaba colocar los papeles en un lugar seguro, no era otro que el dueño de la evocación masculina que oteé entre las cortinas del salón. Ese ángel tentador que hizo que mis bragas se humedecieran tan solo con su lejana presencia.
Allí me lo encontré, con un gesto de concentración en su cara, con sus manos intentando adecuar el espacio en el interior de la maleta y una sonrisa traviesa maravillosa que enseñaba sus perfectísimos dientes marfileños. Allí lo admiré, como hice cuando ojeé su cuerpo tras las cortinas del salón. Aquel chico, más joven que yo, el pecado que todo ser quisiera cometer. 
Tragué varias veces saliva por temor a que mis babas comenzaran a marcar un camino descendente hacia mi barbilla y tras carraspear unas tropecientas mil veces, debido al nerviosismo que se acomodó en mi cuerpo, ¡a todo mi cuerpo!, volví en mí y, muy a mi pesar, bajé de nuevo la vista hacia los papeles que ya empezaban a dar señales de muy mala vida, cosa que me puso muy nerviosa y logró sacarme casi por completo de mi aturdimiento, poniendo en su lugar una gran preocupación por la supervivencia de los documentos.
–Perdona –dije procurando modular mi voz hasta hacerla sonar casi normal–. Te he confundido con el camarero.
Tuve que concentrarme en cada uno de mis gestos y movimientos para parecer un ser humano normal y corriente, y no una especie de adolescente entrada en años que de seguro estaría confundiendo el deseo con una chochera prematura. De ese talante, apoyé ambas manos sobre la mesa y me concentré en la maleta, simulando estar súper interesada en cómo estaba resolviendo el puzzle para poder guardar todo en su interior sano y salvo, con su colaboración y mi ayuda. No obstante, para decir verdad, supe que todo mi esfuerzo era inútil, jamás llegaría a la altura de Carmen en cuanto a camuflar mis sentimientos, pues era obvio que el muchacho se estaba dando bastante cuenta de mi estado. Me lo decían sus gestos pícaros al remover las cosas de la maleta, me lo decía el brillo travieso de sus ojos y su porte sexy reclamando el despertar de mis hormonas, la piel morena que me dejaba intuir el golpe fuerte de su sangre en la vena de su cuello, el leve arqueo que hizo una de sus cejas al escucharme carraspear nerviosa, la gota de sudor que escapaba del nacimiento del cabello en su nuca y se perdía por el bajante de su espalda.
–No te preocupes –se acentuó el destello juguetón en su mirada entretanto hablaba sin dejar su quehacer–. Te he visto tan agobiada que no he creído oportuno sacarte de tu error. Creo que lo más importante para ti ahora mismo es poder cerrar este trasto ¿no? –sonrió de una manera que me pareció sensualmente maliciosa.
–Mmjmjmj… –ese fue el único sonido de asentimiento que pude hacer con mi garganta. Su voz profunda y varonil me mareaba, él sabía muy bien lo que estaba haciendo, me estaba llevando a un submundo de emociones muy peligroso para mí.
Dejé que mi mente vagara por esas tierras de deseo apartándome casi por completo de la realidad. Fantaseé con que sus manos hacían buena cuenta del contorno de mi cuerpo. Lo visualicé tomándome del pelo y tirando suavemente de él para tener mejor acceso a mi cuello, lugar donde enterraría sus labios carnosos y ardientes, provocando en mí descargas que recorrerían toda mi columna vertebral de abajo a arriba; tal y como estaba ocurriendo en la realidad. 
Mi cuerpo se convulsionó de forma leve por el escalofrío que lo atravesó.
–¿Estás bien? ¿Tienes frío?
El muchacho me miraba algo preocupado, aunque en su mirada aquel cierto toque picarón aumentó exponencialmente, tanto, que fue capaz de volverme aún más loca. Había dejado de lado lo que estaba haciendo y en aquel momento me sujetaba las manos. Mi respuesta fue un movimiento entre sí y no; porque no, no estaba bien. Yo no estaba bien porque aquello no era correcto. Cierto era que no había pasado nada, pero yo sentía cosas que no debía de sentir. Todo era rápido y extraño. 
Era verdad que antes de casarme flirteaba con hombres que me parecían atractivos para llevármelos a la cama en la misma noche, un aquí te pillo aquí te mato en toda regla, algo común en la sociedad, pero esos hombres o tenían mi edad o eran más mayores, nada de asaltar cunas de jovencitos que me llevaban más de diez de años por lo bajo. Porque eso era, exactamente, lo que quería hacer, tirármelo allí mismo, sin explicaciones, sin palabras, sin ataduras… aunque me gustara más de lo normal.
El chico dio un repaso a mi cuerpo y en su boca se asomó una sonrisa burlona.
–Creo que sí tienes frío.
Negué con algo más de credibilidad. No obstante, me fue imposible articular palabra, lo único que atinaba a hacer era mirarlo embobada mientras me dejaba llevar por su aroma, su grisácea mirada, el tacto sedoso de sus manos varoniles y sus dedos que comenzaron a dibujar líneas desde las palmas de mis manos hasta los antebrazos en forma de caricias.
–Pues, o tienes frío o estás emocionada de verme –dijo con voz ronca bajando la mirada hasta mis pechos. Yo seguí su recorrido y me encontré con que mis pezones estaban duros y erguidos como diamantes capaces de cortar el cristal de una forma limpia. No pude evitar sonrojarme al instante y morderme el labio al avergonzarme por la forma en que mi cuerpo me delataba.
El ambiente se cargó de una electricidad mágica. Todo el alrededor desapareció y en su lugar se coló el oscuro vacío. Sobre nosotros un foco de luz neblinosa enfocaba la forma sigilosa y sensual con la que aquel hombre se iba acercando más y más a mí, y yo aún no era capaz de moverme. Unos pocos centímetros separaban nuestros labios, podía sentir la forma de sus músculos bajo su vestimenta, el calor de su cuerpo y su aliento embriagador sobre mi rostro. Y yo, aún, era incapaz de moverme. Me tenía embrujada, un niñato que seguramente tendría a cualquier chavalilla de pechos tersos y risa ligera, se había apoderado de mi ser, me tenía ida. Se había adueñado de mí sin apenas intercambiar palabras. Aquello estaba mal. Muy mal. Y sus ojos seguían penetrando los míos, haciendo promesas de placer inimaginables.
Un escaso milímetro nos separaba, tanto era así, que su rostro ya se había emborronado por la cercanía y mi boca entreabierta esperaba a la suya. Y aquello seguía estando mal. Muy mal.
Apreté los párpados en el mismo momento en que sentí el primer toque de su piel sobre la mía. Estaba completamente entregada, sin acción ni decisión. ¿Aquello estaba ocurriendo de verdad? Me daba igual. Todo era prescindible menos él, ese chico y ese beso. Un beso que comenzó con la suave caricia de sus labios contra los míos, pequeños roces maravillosos que hacían que mi piel se erizara de arriba a abajo. Y yo me dejaba hacer.
Luego, sentí la humedad caliente de su lengua repasando mi labio inferior y el frescor con que su respiración doblegaba esas sensaciones al caer imponente sobre la humedad que dejaba al pasar.
Con una parsimonia extenuante apretó sus labios contra los míos e hizo buena cuenta del interior de mi boca conociendo así cada rincón, empleado a fondo en la labor, como si se le fuera la vida en ello. En aquel momento me di cuenta de que mi necesidad también era suya y que los dos nos encontrábamos en el mismo punto de inflexión. Ya no había vuelta atrás. Y aquello continuaba estando mal. Muy mal…


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